martes, septiembre 22, 2015

Amores tóxicos





Siempre he odiado a las parejas almeja. Además, no me las creo. Cuando ambos lo hacen todo juntos de la mañana a la noche, malo. Uno de los dos tiende a desaparecer. Se convierte en un ser borroso, desdibujado, donde sus objetivos vitales dejan de importar. Donde no sólo se le olvidan qué cosas le unieron a su partenaire, sino que se pierde a sí mismo en la nebulosa de la cotidianidad.
Que algunas de nuestras madres no tuvieran otro remedio que vivir así, sometidas por una cultura machista y equivocada, es un horror. Lo verdaderamente terrible es que nada avanza. Que hoy día, casi el 70% de los adolescentes aseguran revisar el móvil de sus parejas. Más ellos que ellas. Y nos podemos hacer una idea de la dirección  que están tomando las cosas cuando ellas prefieren convertirse en chicas fáciles a "quedar fuera del mercado"

El director técnico de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción y del Centro Reina Sofía, Eusebio Mejías, ha presentado recientemente un estudio sobre jóvenes entre 14 y 19 años donde más del 50% de chicos y chicas afirman controlar a sus novias/os de una forma  continua. Vivimos en la España de "Mujeres, hombres y viceversa". Un espanto. Y nuestros jóvenes confiesan sin cambiarles el color de la cara y, quizá sin ser conscientes de ello, que están enredados en relaciones tóxicas donde el amor se demuestra poniendo toda tu intimidad, todo tu mundo, incluso toda tu dignidad en manos del otro. Donde se permite insultar, decirle al otro con quién tiene o no tiene que ir, impedirle que vea a otras personas , hacerle un descarado chantaje emocional e insistirle en tener sexo.
Cierto que, según este estudio,  la violencia física es más propia de los chicos pero el tema de la relación obsesiva y controladora es algo que se da en casi igualdad de condiciones y que para ello se valen de un teléfono móvil y del WhatsApp.
Este verano escuché algo que me encantó del sexólogo Iván Rotella: las relaciones de pareja deben aspirar a multiplicar y no a fusionar.  ¿Qué está pasando con nuestros jóvenes?
La respuesta creo que es sencilla. La educación brilla por su ausencia. Les enseñamos a nuestros hijos qué comer, cómo vestir, incluso algunas pautas básicas de convivencia pero nadie enseña a gestionar las emociones, las relaciones humanas, los celos.
Si desconoces los efectos nocivos del colesterol, te tirarás a por una hamburguesa triple XXL y al cabo de los años, padecerás algún tipo de afección crónica. Si desconoces los efectos adversos de la relación tóxica, de convivir con estos patrones deformados y asfixiantes que se dan en algunas parejas, puedes acabar sometido a vivir una existencia que en realidad no deseas. Con suerte, serás moderadamente infeliz. Con mala suerte, podrás ser incluso víctima de malos tratos y disculparás a tu maltratador/a una y otra vez, hasta que quizá sea demasiado tarde y acabe con tu estabilidad emocional, con tu salud física, con tu salud psíquica y causando un daño irreparable a las personas que te quieren y te rodean. Pueden ser tus hijos, pueden ser tus amigos, puede ser gente que ve cómo te hundes y se siente impotente para ayudarte.

¿Qué es eso de que chicas con toda la vida por delante prefieran convertirse en fáciles a quedarse fuera del mercado? Ese discurso huele a naftalina ¿Por qué ese temor a no vivir en pareja? Sinceramente, me da más miedo este tipo de relación tormentosa y abocada a las lágrimas. Las Desdémonas y Otellos están muy bien para la ficción. Y sólo para la ficción.

lunes, septiembre 14, 2015

Piel maestra







Nuestro cerebro nos engaña. Percibimos el mundo según nuestras necesidades. Así de simple y de contundente. Lo afirman esta semana en la revista científica Current Biology. En este caso, aplicado a las caricias. Los investigadores concluyeron que percibimos la piel ajena más suave que la nuestra propia.

Está claro que los sujetos investigados se tocaban poco, porque, lo que es a mi,  me encanta mi piel: su brillo, su textura, su olor. Pocas pieles me gustan más que la mía. Es más, creo que tendría un auténtico problema si me encaprichase de otra epidermis.

Nuestro principal órgano sexual es, precisamente, la piel. Ahí la tenemos, bronceada o no, suave o rugosa, dispuesta para el placer. La piel, esa gran olvidada. Se llenan los sex-shops de antifaces, látigos y lencería cuando, en la mayoría de las ocasiones, lo único que se necesita es un tarro de body milk y una razonable química sexual.

Probablemente, los sujetos estudiados acarician poco. En realidad, los humanos nos tocamos menos a mayor grado de civilización. Y es una pena. Por eso les choca. De pronto, descubren ese tesoro que son los cuatro kilos de piel que nos visten de pies a cabeza.
Soy una gran observadora de pieles. Será porque por parte de mi familia materna todas las mujeres han nacido con una dosis extra de colágeno; porque se presume de ello en las conversaciones, porque me asombró la piel de mi abuela con casi 70 años y sin una arruga, ni una descamación;  esa piel que vestían sus piernas blancas, sin mácula. No estaba mal para una señora de la huerta, madre de cinco hijas.
Las caricias son el pegamento social, dicen en el estudio. Igual que el sexo es el pegamento del matrimonio.
Soy una fan del contacto humano. Aunque en ocasiones me sature. Aunque sea extremadamente selectiva. En un seminario, unas cuantas atrevidas y atrevidos nos ofrecimos para un experimento. Nos vendaron los ojos y, uno a uno, fueron pasando todos los alumnos del curso con el objetivo de ofrecer caricias hasta donde uno se quisiera dejar. Por supuesto, todo el mundo fue totalmente respetuoso pero, incluso con los ojos cerrados, se percibe y se identifica con facilidad a aquellos con los que nos tratamos más a menudo. Incluso, descubrí sin problema y con muchas risas a mi compañera de habitación durante esos días.

El sentimiento de simpatía es algo muy sutil y la primera rehén del encanto ajeno es nuestra piel. Por eso, en realidad, somos tan vulnerables y por más que nos escondamos bajo un manto de fortaleza, nuestra piel nos delata.

Me alegra que cada día la inteligencia emocional y el corazón estén más presentes en las organizaciones porque, al igual que es importante el rendimiento, para mi tienen una gran trascendencia los valores, la esencia. Lo que nos distingue con mucho de los demás. Cierto, hay lobos con piel de cordero y la piel ajena puede mentirnos, igual que nos mentimos a nosotros mismos; igual que en ocasiones preferimos dejarnos engañar pero igual que los gurús del marketing recurren a nuestro cerebro reptiliano para que gastemos,  nosotros deberíamos usarlo en provecho propio. Y hacerle caso. El ser humano es puro instinto y pura supervivencia y nuestro envoltorio, nuestra piel, nos proporciona valiosa información.

Cierto, no podremos medir los valores de los demás, su honestidad e inteligencia sólo  por el brillo o la opacidad de su piel pero si una piel te gusta; si hay "feeling" con alguien, deberíamos dejarnos llevar por él.
Ya lo afirmé en una ocasión: nuestro cuerpo sabe más de nosotros que nosotros mismos.


domingo, septiembre 06, 2015

Transexuales






Somos unos analfabetos emocionales. Nos enseñan a leer, a escribir, la tabla de multiplicar pero nadie habló de gestionar la ira, los celos, el deseo, la tristeza, incluso la alegría y el entusiasmo. Por tanto, si carecemos de educación en aspectos básicos y vitales de nuestra existencia, imaginen el desconocimiento atroz para tratar con una persona que nace con un sexo y se siente de otro.
Imaginen a ese niño de 10 años que no sabe si acudir al lavabo de hombres o de mujeres. Que preferiría vestir una falda, en lugar del pantalón. O a esa niña que se siente extraña en su piel y que prefiere callar ante la incomprensión de sus progenitores o el ámbito social que la rodea. Y sobrepasa la complicada barrera de la pubertad con unos pechos que no quiere, que no siente como propios y que, probablemente, le acompañarán gran parte de su vida, si no toda.
La Administración está tomando conciencia de esta realidad manifiesta y contundente pero le ha costado su tiempo y todavía en muchos lugares se cuestiona si alguien que es mujer, pero tiene pene de hombre, puede someterse a la operación de cambio de sexo, con coste a la Seguridad Social. Nadie se plantearía algo similar en el caso de una apendicitis, por poner un burdo ejemplo.
Las infinitas complicaciones vitales de los transexuales sólo las conocen con detalle quienes las sufren de cerca. Algunos podemos vislumbrar esta realidad, gracias a charlas como la que escuché este verano del doctor Guillermo González Antón en la Universidad de Oviedo. Podemos sensibilizarnos con detalles escalofriantes de las operaciones a las que se someten y podemos concluir que, efectivamente, nadie haría algo semejante por capricho.
Los costes actuales de dichas intervenciones rondan los 40.000 euros. Son operaciones difíciles, de recuperación lenta y dolorosa.  A menudo, con infecciones y complicaciones que les impiden llevar una vida corriente y moliente. Por supuesto, el transexual se tiene que olvidar del placer en esa zona, tal y como lo conocemos los hombres y mujeres que nacemos con un sexo que se ajusta a lo que nos sentimos por dentro.
Por tanto, insinuar que la operación de cambio de sexo es algo así como un capricho; que está emparentado con la estética, es errar por completo. Nadie se mete en un quirófano por experimentar.
Sinceramente, más atroz que todo el proceso al que se deben someter los transexuales para lograr que la Sanidad Pública les realice la operación (como el alegar motivos psicológicos, e inclusive enfermedad mental) considero que pueden ser esos años de crianza para los propios niños y sus padres.
Si no sabemos gestionar el estrés ¿Cómo pretendemos comprender lo que supone nacer con una disforia? (término que quizá tampoco les guste a los afectados. A mi me parece igual de espantoso que la palabra "discapacitado").
Sería ideal que pronto los baños de los colegios públicos también contemplasen esta diferenciación, esta peculiaridad. Y sería casi un sueño que las palabras dejasen de condenar a los individuos por nacer de una determinada manera, adquirir una enfermedad crónica o quedar en una silla de ruedas por el motivo que fuere.
Quizá sea pedir demasiado a una sociedad que cada día nos uniforma más, que aísla lo diferente y lo subversivo, en lugar de observarlo desde un punto de vista objetivo y aceptarlo sin juzgar. ¿Por qué lo diferente ha de ser sinónimo de malo? ¿Por qué hay tanto miedo a lo distinto?
Amigo que tachas, pones etiquetas y juzgas. Algún día ese mismo castigo caerá sobre ti y te tropezarás con el muro de la incomprensión ajena. Por nadie pase.