Nuestro cerebro nos engaña. Percibimos el mundo según
nuestras necesidades. Así de simple y de contundente. Lo afirman esta semana en
la revista científica Current Biology. En este caso, aplicado a las caricias.
Los investigadores concluyeron que percibimos la piel ajena más suave que la
nuestra propia.
Está claro que los sujetos investigados se tocaban poco,
porque, lo que es a mi, me encanta mi piel: su brillo, su textura, su
olor. Pocas pieles me gustan más que la mía. Es más, creo que tendría un
auténtico problema si me encaprichase de otra epidermis.
Nuestro principal órgano sexual es, precisamente, la piel.
Ahí la tenemos, bronceada o no, suave o rugosa, dispuesta para el placer. La
piel, esa gran olvidada. Se llenan los sex-shops de antifaces, látigos y
lencería cuando, en la mayoría de las ocasiones, lo único que se necesita es un
tarro de body milk y una razonable química sexual.
Probablemente, los sujetos estudiados acarician poco. En
realidad, los humanos nos tocamos menos a mayor grado de civilización. Y es una
pena. Por eso les choca. De pronto, descubren ese tesoro que son los cuatro
kilos de piel que nos visten de pies a cabeza.
Soy una gran observadora de pieles. Será porque por parte de
mi familia materna todas las mujeres han nacido con una dosis extra de
colágeno; porque se presume de ello en las conversaciones, porque me asombró la
piel de mi abuela con casi 70 años y sin una arruga, ni una descamación; esa piel que vestían sus piernas blancas, sin
mácula. No estaba mal para una señora de la huerta, madre de cinco hijas.
Las caricias son el pegamento social, dicen en el estudio.
Igual que el sexo es el pegamento del matrimonio.
Soy una fan del contacto humano. Aunque en ocasiones me
sature. Aunque sea extremadamente selectiva. En un seminario, unas cuantas atrevidas y atrevidos nos
ofrecimos para un experimento. Nos vendaron los ojos y, uno a uno, fueron
pasando todos los alumnos del curso con el objetivo de ofrecer caricias hasta
donde uno se quisiera dejar. Por supuesto, todo el mundo fue totalmente
respetuoso pero, incluso con los ojos cerrados, se percibe y se identifica con
facilidad a aquellos con los que nos tratamos más a menudo. Incluso, descubrí
sin problema y con muchas risas a mi compañera de habitación durante esos días.
El sentimiento de simpatía es algo muy sutil y la primera
rehén del encanto ajeno es nuestra piel. Por eso, en realidad, somos tan
vulnerables y por más que nos escondamos bajo un manto de fortaleza, nuestra
piel nos delata.
Me alegra que cada día la inteligencia emocional y el
corazón estén más presentes en las organizaciones porque, al igual que es
importante el rendimiento, para mi tienen una gran trascendencia los valores,
la esencia. Lo que nos distingue con mucho de los demás. Cierto, hay lobos con
piel de cordero y la piel ajena puede mentirnos, igual que nos mentimos a
nosotros mismos; igual que en ocasiones preferimos dejarnos engañar pero igual
que los gurús del marketing recurren a nuestro cerebro reptiliano para que
gastemos, nosotros deberíamos usarlo en
provecho propio. Y hacerle caso. El ser humano es puro instinto y pura
supervivencia y nuestro envoltorio, nuestra piel, nos proporciona valiosa
información.
Cierto, no podremos medir los valores de los demás, su
honestidad e inteligencia sólo por el
brillo o la opacidad de su piel pero si una piel te gusta; si hay
"feeling" con alguien, deberíamos dejarnos llevar por él.
Ya lo afirmé en una ocasión: nuestro cuerpo sabe más de
nosotros que nosotros mismos.
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