sábado, septiembre 08, 2018

Aretha

Hay canciones que muestran el interior, tu interior y el de tantas otras mujeres cuando escuchas las letras que interpretó Aretha.
 Por ejemplo, You make me feel like a natural woman de Carole King. Ese es el auténtico romanticismo. Sin cursilerías. Cuando encuentras a un partenaire con el que puedes ser tú. Con el que no hay disimular y pobre de ti si lo haces, porque sabe -- casi en tu misma sincronía temporal-- lo que piensas. Ese que es como una segunda piel cuando acompaña tus días.
Qué decir de Respect, compuesta por Otis Reding, en la que el cantante le pedía a su chica que le tuviera la cena dispuesta en casa cada noche a su llegada porque para eso él traía el dinero. Aretha le dio dos o tres vueltas y la convirtió en un himno feminista. Dámelo, cantaba el coro de fondo añadido por ella: “sock it to me”. Un matiz apenas perceptible pero ese Respect descarado y magnífico en boca de Franklin ponía de manifiesto todo lo contrario al sentido de Otis: “esa chica me ha robado la canción”, comentaba Redding más cabreado que un mono por las esquinas.
La diferencia entre los cantantes y los grandes intérpretes es esa: un tema ya nunca volvía a ser el mismo cuando la voz de Aretha, su espíritu y energía se adueñaban de él.
Think es como la secuela del Respect. Esta vez con las palabras adecuadas: “piénsalo bien antes de hacer lo que me estás intentando hacer”. Letras con un indudable sentido sexual y picarón.
I say a Little prayer del grandioso Burt Bacharach podría ser casi una ñoñería si no fuera por la garra de esta imponente mujer de Detroit. Y una vez más se obra la magia. Y estás frente a un espejo, enamorada como una tonta, cantando I Little prayer. Y te lo crees. Te crees en verdad que vas a rezar por ese petardo de novio que tienes.
La otra Aretha imprescindible es la de los espirituales. Los arcángeles ya la han visto revoloteando por ahí cantando aquello de Sweet Lord.

Escarabajos

Los yoguis no paran de embarullarnos con lo de soltar y fluir. Como si fuera tan fácil. Yo estoy en el camino no sin grandes dosis de sufrimiento. He aprendido a soltar a fuerza de sentirme amarrada.

El plasta de turno que no para de escribirte aunque nunca le contestes. El escritor que se autopublica y te persigue para que leas su libro; aquella vecina lejana a la que ayudas un día y pasa el resto de las tardes a visitarte a la hora de la siesta, sin avisar, por supuesto o teleoperadores muy simpáticos que también te llaman a eso de las cuatro.
Este verano me ha perseguido también el calor, la falta de sueño que se te pega a los párpados como un pesado insoportable y las imágenes de todos esos petardos de Facebook que presumen de vacaciones mientras tú ni las olerás.
Lo mismo soy yo que tengo manía persecutoria.
Odio este verano. Y me regodeo en ello porque me persigue como los pretéritos amantes inconsistentes que te confiesan su amor y luego se desvanecen. Menos mal que una ya no se cree nada.
Y me persigue la palabra desvanecer, que es la que utilizan en el 112 cuando avisan de que un abuelo ha fallecido en las aguas el Mar Menor, o el mar mayor, como dice mi madre.

Desvanecerse es bueno. Y desaparecerse y cambiar de piel. Con un poco de suerte, los perseguidores se confunden y se esfuman. Si hay un perseguidor que odio entre todos, es el perseguidor pelotero. Escarabajos del embaucamiento. No me trago ni un piropo. Los que dan coba siempre buscan algo a cambio.
En este verano horrible de políticos horribles, de odios al diferente, del proteccionismo salvaje de las sociedades mediocres, me persigue el hedor del miedo porque la xenofobia es manía persecutoria en estado puro. Porque en este mundo o cabemos todos o sobramos todos. Y, mientras tanto, el ártico se derrite y nacen islas de plástico de nombre indeterminado.


Suelo ser positiva pero este verano de escarabajos está siendo demasiado.  Salvo por lo de fluir y soltar.

Hilo

Este verano se ha puesto de moda contar historias en twitter. Y avisan. ¡Eh, que abro hilo!.
Y en sucesiones de mini post te plantan un artículo de opinión, una historia de ficción, pronósticos políticos, justificaciones y aclaraciones al margen, como acotaciones de la vida real, o interesantes relatos de los gays de la historia.
Lo del hilo es antiguo como la vida. Las señoras de los pueblos se pasaban las tardes de domingo en sus sillas de enea, tejiendo jerséis y bufandas para los nietos o manteles de ganchillo con hilo perlé.  Y pegaban la hebra con lengua e hilos de colores. Desmadejaban historias de las comadres, viejos mitos de familia o entrañables cotilleos de queridas, novios abandonados a la puerta de la iglesia y mujeres que morían abruptamente tras el parto.
Esto del hilo deja de manifiesto que somos unos rolleros y que el desafío de los 120 caracteres estaba bien al principio pero cuando algo nos carcome por dentro  tenemos que soltarlo. Y ríete tú las limitaciones. El mundo ruge y las redes sociales se vuelven campos minados, alambradas de odio y desprecio pero también deliciosos rincones de esparcimiento.
Twitter es un enorme pulmón por donde circula el oxígeno y ocurrencias pero también flemas y tumores.
 Lo del hilo es un síntoma. Lo veo claro. Es la incontinencia, es la eliminación del límite, de la frontera, porque, en general, odiamos que nos marquen el territorio, nos pinten líneas rojas de “por aquí no se pasa” y — si bien durante un tiempo lo hemos disimulado bien– ahora todo es una inundación. Hay mareas humanas imparables y manadas de palabras que buscan refugio en su tribu. O un lugar donde pasar la noche.
Nos desbordamos. A veces la vida me parece como una bola de masa fermentada que ha campado a sus anchas por la encimera de la cocina. Y, la verdad, me asusta
Los límites son buenos, en especial si uno aprende a ponérselos a los demás. Poner límites te empodera. Y si te ven como una borde, qué le vamos a hacer. Sobre esto podríamos debatir. Abro hilo.