Dice
Tania Sánchez, la ex de Pablo Iglesias, que se usa lo personal de forma chunga.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, creo que le voy a dar la razón. Si
bien hay gente estupenda por el mundo —mis amigos lo son— no hay nada como
terminar relaciones con alguien para que acudan en masa todos los chismes de
ese alguien. Es como una venganza póstuma, de relaciones póstumas (de amistad,
de amor, laboral…de lo que sea) pero con personas que están vivitas y coleando.
Quizá te reafirme en tu decisión pero resulta muy triste que tengamos tan mala
sangre.
El
deporte favorito de nuestro país no es la envidia; es hacer leña del árbol
caído.
Nos
permitimos el lujo de juzgar a los demás sin saber de la misa la mitad. Además,
esto es como el teléfono roto. Nuestra percepción del mundo es subjetiva. Una
rosa es una rosa pero cada cual la ve de un modo distinto.
Vale
que hagamos chascarrillos con la Esteban; vale que nos ríamos un poquito del
parecido inigualable del ministro Montoro con el personaje de Rumpelstiltskin
de Shreck; vale que le saquemos punta al “caloret” de Rita Barberá, al relaxing
cup of coffee de Ana Botella o a la ruptura del coletas con su chica. Todos
ellos están en la esfera pública. A todos les va en el sueldo que saquemos
nuestro lado chungo para echar unas risas. Pero lo otro no. No lo puedo
entender.
La vida
es chula pero nos empeñamos en ensuciarla. Y nuestra vida personal puede acabar
en boca de todos. Tolero el cotilleo hasta cierto punto pero me parece
inadmisible juzgar a los demás.
El otro
día, el apasionante escritor Julio Llamazares dio dos datos escalofriantes. El
primero es que hay 500 pueblos sumergidos bajo pantanos o por inundaciones en
nuestro país. El segundo, es que España es el único lugar del mundo, después de
Camboya, donde hay más muertos bajo el suelo que en los cementerios. De igual
forma, nuestra vida es como un iceberg. De cara a los demás mostramos una cara
pero lo importante, lo fundamental es invisible a los ojos. Por eso me encanta
conocer personas a fondo y por eso considero que esa mitad sumergida siempre es
la más apasionante. Pero, al mismo tiempo, la mitad sumergida debe ser inviolable,
sagrada, exclusiva.
Las relaciones —o mejor dicho, el final de las relaciones— van
sembrando de cadáveres la existencia. Esos muertos vivos, fuera de la fosa que
alguien nos obliga a ver desde otra perspectiva. Me parece tremendamente
injusto porque nadie tiene derecho a alterar mi recuerdo de una amistad, de un
amor, ni siquiera de un ex jefe. Y porque, por supuesto, el “finado” nunca está
presente para dar su versión de los hechos.
Yo
tengo una teoría: “todo lo que hago, vuelve a mi”. Ojo con lo que dices porque
un día se dará la vuelta a la tortilla y te estallará en la cara. Y tengo otra:
mi vida es tan apasionante, tan bonita, tan llena de detalles hermosos que no
tengo ninguna necesidad de detenerme ni dos segundos en existencias ajenas.
El
chunguismo tiene gracia cuando es inocente, cuando nos habla de la terrible
operación estética de Renée Zellweger o del sorprendente cambio de look de Uma
Thurman, que nos causó un disgusto de impresión. Pero la esfera íntima, nuestra
parte sumergida, nuestro yo más único es patrimonio tan sólo de unos pocos
seres humanos en el mundo a lo largo de la vida. Violar esa privacidad es terrorismo
sentimental.
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