No hay
machismo pequeño porque uno sobre otro, amontonados en el transcurso de los
días, años y décadas transforman la vida de algunas personas de una forma
cruel.
El machismo
es como el mal. Pretenden hacernos creer que no existe y de ese modo su mancha se extiende de un modo silencioso pero inexorable.
Lo llamamos
micromachismos porque no matan, pero marcan una diferencia. Los cambiadores de
bebés siempre son en el aseo de señoras, como si los señores no pudiesen portar
un bebé y asear a sus hijos.
Hay coches que
sosiegan su marcha en una calle oscura cuando pasan cerca de una mujer y bajan
la ventanilla y dicen algo a la mujer que acelera el paso, con un repeluzno
gris y frío sobre su nuca. Actitudes que se denominan violencia suave, como que
alguien a quien no conoces de nada y con quien no deseas establecer ningún tipo
de intimidad, se permita el lujo de invadir tu espacio del modo que sea. O que
nos veamos obligadas a saludar con un beso cuando somos presentadas, como si
dar la mano fuera algo que sólo se da entre caballeros.
Hay refranes
y dichos deleznables que, quizá nos hacen gracia pero que nos tratan sin
compasión: detrás de un gran hombre hay una gran mujer; Mujer al volante,
peligro constante; De la mujer, el tiempo y la mar, poco hay que fiar. Y si no,
la más cruel de todas: a la mujer búscala delgada y limpia, que gorda y guarra
ella se volverá.
El término
micromachismo fue acuñado en 1991 por el psicoterapeuta Luis Bonino Méndez,
para dar nombre a prácticas que otras y otros especialistas llaman «pequeñas
tiranías», «terrorismo íntimo» o «violencia blanda», menos populares que el
primero.
Estas micro
crueldades se cuelan en la RAE cuando designan al sexo débil como el conjunto
de las mujeres; cuando se excluye de la historia a grandes artistas. O esas
consortes con una influencia innegable en la obra de sus maridos que jamás
recibirán un Oscar o un Nobel. Me refiero a la esposa de Hithcock, Alma Reville,
o la inefable compañera de Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí.
Poca gente
sabe que Hedy Lamarr, aparte de ser bellísima inventó el Bluetooth, o que Stephanie
Kwolek inventó el chaleco anti balas, o que Mary Anderson, hizo lo propio con
el limpiaparabrisas.
Son ejemplos
pequeños pero contundentes, como el hecho de que, en las calles del municipio
de Murcia, apenas aparezcan nombres de mujeres y cuando lo hacen son miembros
de la realeza, monjas o personajes de ficción como Dulcinea o Artemisa.
Mujer tenías
que ser, sí, y por suerte. Hemos nacido en el mejor de los tiempos posibles
donde el amo no te violará de noche por aquello del derecho de pernada. Mujer
con derechos, pero viviendo en un país que aún tolera, incluso con simpatía,
ese machismo que nos condena a ser objetos o a ser, directamente, invisibles.
La imagen es de Intermon-Oxfam
La imagen es de Intermon-Oxfam