Y llega el momento de la verdad. Le decimos adiós a la
orilla, a los amaneceres, a los atardeceres. El paraíso se queda aquí y
regresamos a la auténtica realidad. Este verano he vivido una historia de amor
con mis amigos y con mi gente, la que siempre ha estado ahí. Los importantes.
Mi santo y mi Gonzalo. Ya nos ves a todos, empaquetando los recuerdos.
Desamueblar el piso que alquilamos cada verano. Despoblarlo de nosotros y
llenarlo de silencio. Aunque aquí nunca ha habido excesivo ruido. Muchas risas,
mucho : "haz los deberes"; "qué comemos mañana": "no
dejes el bañador mojao en el alféizar que no tiene patas hasta el tendedero"
y mucho "buenos días". Qué educados somos.
Guiriland se volverá pequeño como un lunar en la cara de
Shreck y apenas nos vendrá a la mente durante el curso escolar. Quizá un
poquito estos días, en los que me encaramaré a unas escaleras para limpiar
cristales, deshollinar y aportar la claridad de septiembre a la casa familiar
que ha tenido mucho invierno y mucho calor. Claro que pensaremos en Guiriland.
Todavía quedan meses de sudores varios.
Echaremos de menos la brisa que es nuestra aliada generosa
cuando la temperatura sube y se encarama y nos deja abotargados y nos repetimos
muy convencidos de que este año hace más calor que el anterior. Aunque las
estadísticas dicen que sí, que efectivamente así ha sido.
A veces buscamos excitación y peligro en las vacaciones.
Vivir grandes emociones. Los hay que se dejan un ojo de la cara para probar el
skyjet o se arriesgan a salir lanzados a propulsión por las bananas gigantes cargadas
de adrenalina y gente. Este año Guiriland se ha convertido en un lugar donde
hay que hacer lo que hay que hacer en verano: descansar.
Largos paseos, sí, pero con momentos de relax. Buenos
libros, emociones de papel que se nos meten adentro de las vísceras como una
carcoma dulce. Un veneno benefactor. Y, sobre todo ellos, los importantes. A
los que nunca me cansaré de decirles gracias, te quiero y buenos días, porque el
amor no se gasta y nunca es suficiente.