El termómetro de casa se hizo añicos. En mis manos flotaba
el mercurio, como un duende juguetón. Ante mis ojos anonadados, hipnotizados,
desapareció mi anillo de oro blanco. Me lo regaló en nuestro primer
aniversario. Aquella relación perversa era incomprensible a los ojos del mundo.
Pero nos amábamos.
Se acercó un día envuelto en notas musicales, un duende
encantador en vaqueros, con perfume de Armani, con el pelo blanco y tantas
arrugas como la vida le había regalado: "Me has dejado algo nuevo
dentro".
No me explico aún como su alma se adentró en mi. Despacio,
con amor y paciencia pero de un modo terrible e inevitable. Inexorablemente, me
transformó en otra persona. "Eres la elegida; eres la niña mimada del universo". Puso
su anillo alrededor de mi dedo. Yo reía incrédula. Me parecía una ceremonia
macabra y sin sentido. Selló su compromiso con el beso más lascivo y lujurioso
que jamás recibí en mi vida.
A partir de ese momento, su poder sobre mi era imparable. Un
tsunami. Movía sus dedos y los sentía dentro de mi, en mis entrañas. Apenas
abría la boca y mi alma, posesa de sus encantos, corría a saciarle. Era
completamente suya y era completamente feliz.
Una noche de todos los santos, describió lo que sería
nuestra vida juntos. Yo me reí. Me parecía todo fantasmal, absurdo. Él, si no
fuera por su carne y su arte en la cama, me hubiese parecido el más patán de
las tinieblas. Dejé de reirme. Conforme pasaron los años todo se cumplió punto
por punto. Me anunció la fecha de su muerte con una pasmosa frialdad.
Dormimos juntos en no pocas ocasiones. Una mañana, desperté
con la sensación de que dos finísimas
agujas penetraban en mi cuello. Empecé a gritar. Después, me dejé ir. A la hora
siguiente volví a despertar e hicimos el amor como si nada. Como cada mañana que nos
encontrábamos bajo las sábanas. Da igual que la noche anterior hubiese dejado
más de una herida de guerra en nuestro cuerpo. Al día siguiente siempre sucedía
del mismo modo. El mismo hambre, el mismo furor. Parecía que nos íbamos a morir
después de aquello.
Seguimos con nuestras vidas. No sucumbí al chantaje
emocional de su muerte temprana. No quise compartir cada día y cada hora y cada
día ,y otro más. Y un mes más y una
semana más con él, junto a él. El sexo me saturaba. Su presencia embotaba mi
voluntad. Le necesitaba como se necesita un chute de algo pernicioso pero que
te permite seguir viviendo. Le necesitaba pero evitaba su presencia física más
de 24 horas.
Era absurdo huir. Siempre estaba conmigo.
Hace tres años murió. Mis dientes afilados se estrenaron
apenas pasó un año del luto y conseguí otro rehén para nuestra causa. ¿Qué
causa era esa en verdad? Ninguna clara: disfrutar de cada minuto, de cada
segundo de nuestras vidas. Exprimir los cuerpos, escarvar en las hondas fuentes
del placer como si cada minuto de éxtasis nos alejase de nuestras tumbas
mortales. De nuestros cuerpos mortales.
Y siempre sucede del mismo modo. El adepto se deja llevar.
Piensa que podrá abandonar cuando quiera. Como el drogadicto que reniega de su
atadura y quiere creer que podrá dejarlo en cualquier momento, que no lo
necesita para sobrevivir. Pero se engañan.
Ya no es necesario anillo de platino. Entre mi maestro y yo
existía amor, auténtico amor y devoción mutuas. Por eso prefirió matarse y por
eso eligió someterme sólo a medias.
A ningún amante le gusta saberse correspondido por pena o
por obligación.
Pero yo no soy tan benevolente.
Yo no soy tan amante.
Y ellos caen en mis redes y contemplo con delectación como
sus almas, las almas de todos aquellos que se creen libres, invulnerables y
poderosos se extinguen como el oro en mi dedo, ante la voluptuosa e
insignificante bolita de mercurio. Y sus ojos sólo reflejan los míos. Y los de
mi amado, mi maestro. Y sus pieles, sus almas, sus músculos, tendones y huesos
me pertenecen. Y no me importa en absoluto que crean amarme cuando en realidad
están presos. Rehenes de mi sangre. No les amo. No hay amor ya en este cuerpo.
El sexo nos ofrece una falsa sensación de poder y libertad.
Ellos se creen los reyes del universo pero no son nada. Una pieza de metal
entre mis dedos. Vulnerable carne, anhelo y voluntad que perecen bajo el
mercurio de mi carne, anhelo y voluntad.
¿Quién sabe? Quizá tú seas el siguiente.
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