Pues sí, existen. Conozco algunos y esta semana me he topado
con ejemplos claros. He mirado a los interfectos a la cara (a veces era ella
sin él, a veces él sin ella) y yo, divorciada y con relaciones fracasada a mis
espaldas, era la que les recordaba lo afortunados que eran.
Efectivamente, hay matrimonios felices. Incluso algunos de
ellos llevan muchos, muchos años. Inma me cuenta que se tropieza a su pareja por
la calle, a veces de casualidad, por el centro del pueblo. Él la detiene y le pega un beso de
impresión. A veces, hay vecinos delante,
incluso me da un poco de vergüenza, me dice. Pero no es vergüenza exactamente.
Lo que le sucede a Inma, que vive en un municipio pequeño de Murcia donde todo
el mundo se conoce, es que teme provocar a quienes no son tan afortunados como
ellos. Llevan 20 años de matrimonio. Y cuando Inma me habla de su pareja admite
sentirse querida como el primer día. Y sonríe. Y yo le digo ¡Pues qué
hermosura! ¿no? Se le para el gesto. La sonrisa es serena y
satisfecha.
Parece sencillo y lo es. También excepcional. En cuántas ocasiones nos sucede que en nuestra vida todo podría ser perfecto
pero nunca encontramos esa pieza del puzzle. Y ahí andamos, desclasados,
desnortados. Ni tristes ni todo lo contrario. Es imposible sentirse un bicho
raro porque los matrimonios fracasados son la mayoría. Algunos incluso siguen
juntos y leen esta columna. Otros, apuestan por el cambio aunque suponga
soledad y desconcierto por un tiempo.
Miguel Ángel, extiende un gel mentolado por mi espalda y me
habla de ella. Que ya no está. Que una enfermedad fea se la llevó pero siempre
fueron felices. Hasta el último momento. Es osteópata. Esta escena nada tiene
que ver con el erotismo. Casi somos familia. Lo conozco desde que era una niña.
Dos años después de la muerte de su esposa todavía habla de ella con
delectación. No pasaba un día que no la viese en ropa interior. Me gustaba ver
lo que llevaba, me cuenta. No pasa un día que no la recuerde. A ella, a su gran
corazón y su capacidad de amar. Fue la primera, la única. No sabemos si la
última.
Suertudo, tú, amigo. Cuántos pasarán por esta vida sin encontrar un
alma tan afín. Una experiencia tan deliciosa y tan plena. Cuánta gente aguanta
un día a día insoportable por el miedo, la hipoteca o los hijos.
Tomás es el más veterano de cuantos me he topado en estos
días con matrimonios felices. Le falta muy poco para el 50 aniversario. Cuando
le solté el consabido ¡Qué hermosura! Se quedó casi paralizado. Pues sí. Y mil
veces sí, me corroboró. Sin palabras. Sólo con ese gesto tan especial.
Repitiendo mis palabras. Qué hermosura en verdad.
Muchas religiones hablan de la reencarnación y quizá un
matrimonio feliz es el premio a superar un aprendizaje. Es, quizá, el resultado
de encontrar a la persona adecuada en el momento adecuado. El veterano me
subraya. Sé que hay una cosa odiosa en mi y es que no puedo evitar dar
consejos: los jóvenes de hoy tenéis demasiado presente lo que hace cada uno.
Como un debe y un haber. Y en un
matrimonio eso no debería existir. La contabilidad sólo es buena para los
negocios no para las relaciones largas, duraderas y felices.
Y quien los llama matrimonio, los llama parejas. Esas almas
que son corazón y vida. Que gozan del sexo, ese pegamento tan importante del
amor y que aceptan al otro a pesar de sus defectos.
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