Dice
Pitita que estamos en el Apocalipsis, con esa boca que tiene ella, con sus
másters en levitación, con sus amistades peligrosas —Andy Wharhol— y con sus
apariciones marianas. Soy fan de Pitita. Es muy auténtica y nada me gusta más
en el mundo que la gente que va con la verdad por delante. Que se confiese
casta me subyuga. A mi, sí, que escribo de erotismo, amor y sexo.
Pitita
habla con Dios y yo también, qué pasa. Su Dios le pide castidad y el mío toma
forma y cuerpo como una realidad luminosa y bellísima. Yo soy más de la idea
del hinduísmo y encuentro que no hay forma más divina de consagrarse y
hermanarse con "ello" que el sexo con amor. Porque cuando amamos
somos dioses.
Lo
mejor de todo es que ni su idea de Dios ni la mía están reñidas aunque
vosotros, queridos lectores penséis que Pitita y yo estamos en las antípodas.
Ni mucho menos. En la esencia de todo este entramado de vírgenes o diosas de
siete brazos se esconde la bondad y, por supuesto, el deseo de trascender.
¿Qué es
el sexo sino también una forma de perpetuarse? Porque el sexo con otra persona
si se hace con fundamento y rico, rico, es un intercambio mutuo de saberes
carnales, de complacencias e incluso de sino kármico. Mismamente se transforma
ella con las apariciones marianas y sus solecitos que dan vueltas mientras el
cura increpa a las iluminadas: "Toas p'adentro, pa la iglesia". Pero
Pitita y yo sabemos que la verdad está ahí fuera y sin coñas me alineo en su
misma senda espiritual. En su naturalidad y aceptación de sí misma. Su poca
vergüenza para hablar de su afán trascendente, de su vivir célibe. Que también
tiene derecho, por Vishnú.
Cuando
con maldad los periodistas le preguntan si toma drogas ella responde con bondad
que no. Y la creo. Porque yo creo en ti, Pitita. Que no sé si habrás visto a la
virgen o a Santo Tomás pero sé que algo has visto y me encanta que te rías de
ti misma y tus amigas pijas. Si llega el Apocalipsis que me pille haciendo el
amor y a ti, levitando.