En su sueño, Israel era una estepa blanca. Nieve al fondo. Grietas bajo sus pies. No cabía gran espacio para la esperanza. Miraba en derredor. Esa no era la vida que quería. Nunca la había querido ¿Qué hacer? Salir huyendo es propio de cobardes. Sentía la soledad como un peso que le oprimía el corazón. Palpitaciones, sudores fríos. La soledad inexpugnable a las puertas de la muerte le acompañaba y hacía oídos sordos a los cantos de sirena. Aquellas que dijeron amarle ¿Lo hicieron realmente? Nadie puede saberlo. Indeterminada y misteriosa es la esencia del amor.
Israel avanzaba sin miedo hacia la nieve, blanca. Era como el objetivo de toda su esperanza. La blanca nieve deslumbrante. Cegaba su mente y sus ojos. Ya no veía nada. En su sueño, Israel coronaba una cima de guijarros. Abajo, quedaba el blancor helado como un refajo de frío que enlazara la cintura de la montaña. Y ahí, contemplando la inmensa planicie recorrida, sintió que el esfuerzo había sido en balde. Seguía en medio de la nada. Inmerso en el brutal aislamiento de sus días. No había amores, ni hijos, ni hermanos, ni amigos. Nadie podía ayudarle. Algo intangible se había apagado para siempre en su interior. Tal vez era la ingenuidad. La ilusión, la alegría de saberse con poder para transformar su entorno en algo que amase de veras. En el que sentirse confortable y en casa.
Justo cuando el glacial frío se colaba en su corazón, congelando hasta la simiente de cualquier proyecto futuro, alzó el vuelo. Y acto seguido, despertó en su cama de hospital.
Le llamaban esquizofrenia. Se supone, que esa era su enfermedad.
Israel avanzaba sin miedo hacia la nieve, blanca. Era como el objetivo de toda su esperanza. La blanca nieve deslumbrante. Cegaba su mente y sus ojos. Ya no veía nada. En su sueño, Israel coronaba una cima de guijarros. Abajo, quedaba el blancor helado como un refajo de frío que enlazara la cintura de la montaña. Y ahí, contemplando la inmensa planicie recorrida, sintió que el esfuerzo había sido en balde. Seguía en medio de la nada. Inmerso en el brutal aislamiento de sus días. No había amores, ni hijos, ni hermanos, ni amigos. Nadie podía ayudarle. Algo intangible se había apagado para siempre en su interior. Tal vez era la ingenuidad. La ilusión, la alegría de saberse con poder para transformar su entorno en algo que amase de veras. En el que sentirse confortable y en casa.
Justo cuando el glacial frío se colaba en su corazón, congelando hasta la simiente de cualquier proyecto futuro, alzó el vuelo. Y acto seguido, despertó en su cama de hospital.
Le llamaban esquizofrenia. Se supone, que esa era su enfermedad.