Violeta era en extremo impaciente y echaba todo a perder. Después de una velada maravillosa, quería otra y otra. El amante, in extremis acorralado, huía a todo huir. Y vuelta a empezar. Como quien teje la gigantesca colcha del amor, noche tras noche y un ratón roe, desde la otra esquina, hora tras hora. Una lucha estéril. "Si pudiera aquietar esta ansiedad --se decía Violeta para sí-- él se relajaría y yo también". Pero Violeta era en extremo insatisfecha. Nunca era suficiente para ella cuando se la llevaban los demonios de Cupido ¿Quién podría aguantar tanta intensidad? Le cuestionaban sus amigos. "Debes de calmarte, Violeta, el amor no se puede precipitar, ni provocar y tú buscas imposibles, chica. Eres demasiado idealista".
Violeta decició cambiar el rumbo de su vida. Se propuso con voluntad de hierro calmarse, dejar de perseguir al enamorado, dejarle manga ancha, cuerda larga, no atosigarle con sus requerimientos. Y dio resultado. En pocas semanas, su amor, su loco amor, se arrodilló ante Violeta con un anillo de compromiso, pero tanto había ahogado nuestra protagonista sus sentimientos, que se dio cuenta de que ya no sentía nada.
Es que ahora, ahora ya no te quiero, querido y loco amor.
¿Acepto tu anillo y te miento?
Un narrador consciente y sensato les contaría el final de esta historia. Pero, ésta que les escribe prefiere los finales abiertos, aunque disguste a editores de marca pública y no sea la elegida entre los autores de su comunidad. Lástima. Cuando venga el hado, las mieles del reconocimiento, la narradora, al igual que Violeta, dirá a los editores. Pues no, ea, ya me da igual ocho que ochenta. No saltaré de alegría por un libro en el mercado. Y colorín, colorado, esta historia, ahora sí que se ha acabado.