No soy un oráculo, pero como si lo fuera. Desde jefes, familia, amigos --santo incluido-cuando tienen una duda, inquietud o curiosidad que les carcome las entrañas se dirigen hacia ti, como si una fuese Google ¡Cáscaras! ¡Que no! Que no sabemos de todo los periodistas; Algunos no sabemos casi de nada. No somos súper héroes ni poderosos. El poder lo ostenta la empresa que te paga y que te deja publicar esto o aquello. Tampoco somos conseguidores. Un jefe me llegó a pedir un balón firmado por los jugadores de un equipo para su hijo. El colmo. Los periodistas pecamos de defender mucho a los demás y nada a nosotros mismos. De denunciar calamidades y no decir ni mu ante la precariedad, los bajos sueldos, las condiciones de trabajo. Que no importa que lleves 20 años en esto. Nadie respeta al periodista. Los políticos los utilizan, aunque en ocasiones el interés es mutuo. La gente de la calle confunde a gran parte de la profesión con las cacatúas que aparecen en los programas del corazón. Incluso para tu propia familia eres a veces como una guía de las Páginas Amarillas: “Deberías saberlo, eres periodista”. Válgame el cielo. Nadie se libra. Ni mi madre.
Apabulla tanta fe en el periodista. Apabulla tanto confundir al mensajero con el mensaje. Cierto que el periodista hoy día es un poco de todo, fuerza obliga; es multimedia, todoterreno, investigador, relaciones públicas, fotógrafo, maquetador, oficinista…Pero el periodista individual no es una superfortaleza. Bien al contrario, el periodista está sólo, se queja poco (salvo servidora, que no para), cobra menos y miente a sus compañeros la mayor parte del tiempo cuando le preguntan por su vida laboral.