La ciudad era un bullicio de semáforos jugando con la noche. Confeti de luces, mareas de humanos que deambulaban a prisa. Uno mira el reloj, la otra escucha atenta al móvil. Aquella lleva tantas bolsas que se tambalea como un tentetieso. Salvador conducía un coche de tapicería deportiva, nuevo, perfecto para lucir la última noche del año y encontrarse con ella. En su cabina escuchaba "I was doing alrigth". Al piano, Diana Krall. De pronto, verde. Al punto de arrancar, otra figura de la noche, una chica de abrigo rojo, botas negras, se le figuró una caperucita posmoderna. "¿Podrías llevarme a casa de tu abuelita?"
--pensó preguntarle-- pero, al contrario de como planeaba, aceleró. "Es una estupidez, me mandará al carajo".
--pensó preguntarle-- pero, al contrario de como planeaba, aceleró. "Es una estupidez, me mandará al carajo".
Otro stop. Más gente. Algunos ya lucían smoking a las ocho de la noche. Algunos, ya estaban completamente bebidos a las ocho de la noche.
Ella. Sara. Tan linda. Siempre con la sonrisa aviesa y esa inocencia perversa que le llevaba por el camino de la amargura ¿Con cuántas chicas había intentado olvidarla sin conseguirlo? "Vale, tío, deja de pensar ya en esa pedorra --le decían sus amigos-- no es más que una calienta pollas. Joder, parece mentira que no te des cuenta su jueguecito. Mira, yo creo que es lesbiana porque tampoco es normal que no le gustes ni un poquito, chico, con todas a las que te beneficias".
Eso era amor de amigos y lo demás eran tonterías
Eso era amor de amigos y lo demás eran tonterías
Por fin, aquella noche, una cita. Y en fin de año.
Ella Fitzgerald cantaba "Body and Soul". Sara era mayor que él la friolera de 13 años. Estaba divorciada, tenía un niño y aquel fin de año también estaba sola. Le esperaba en su coqueto apartamento abuhardillado en una calleja cercana al metro Sevilla. A Salvador le encantaba aquel lugar tan pequeño. Un apartamento de soltero y no de una mamá, pero es lo que le había tocado en el reparto matrimonial. Sara era su profesora de Armonía, una asignatura que Salvador cursaba sin excesivo interés puesto que el piano sólo era una afición. Así lo habían decidido sus padres y no quiso contradecirles. Tampoco tenía un especial talento, sólo "sensibilidad" decían algunos de sus profesores.Cuando llegó al hogar de Sara se encontró una mesa perfectamente orquestada, con sus velitas, vajilla de "Limoges", cristalería de Bohemia, música de Puccini rozando el parquet del suelo.
Ella lucía bellísima, como un anuncio de perfume desorbitante. Sonriente, tranquila, segura de sí misma.
Al traspasar el umbral de la puerta, un terror desconocido se apoderó de Salvador. Los pendientes de Sara, unas harracadas con brillantes de firma, se le figuraron redes de araña que le atraparían como a un indefenso insecto. Acaso lo soñó, pero juraría que de su inmaculada sonrisa surgían unos colmillos sedientos de sangre, su sangre,y que sus pequeñas y cuidadas manos con manicura francesa se transformaban en garras de monstruo medieval. Enseguida se acordó de la chica de abrigo rojo, con botas negras.
"Espera, me he dejado algo en el coche".Salvador dejó a la guapísima con un palmo de narices y se fue a buscar a caperucita por la urbe que brindaba y anhelaba lo mejor para el año nuevo.
"Soy, soy un insecto...Pero tú no me comerás", musitó en su deportivo.Fotografía: Diego Sevilla