Mario vivía en permanente zozobra. Desde temprana edad gustaba de subirse al atestado desván de la mansión indiana que habitaba su familia. Se perdía por horas entre ñoras que colgaban como collares de la acicalada vivienda, e imaginaba que era el cabello de una hermosa sirena. Cerraba los ojos y posaba sus dedos sobre el tacto satinado del vegetal. Y soñaba que era la piel de seda de una corista desdichada, que él consolaría cada noche y todas las noches, a partir de aquel día.
Mario miraba la luna desde un ventanuco maltrecho, a modo de saetera rectangular, por el que tiraba trocitos de papel que caían al verde césped de su hogar.
¡Mario! ¿Ya estamos con los papelucos?, se quejaba la madre.
En cada papel escribía frases de amor: "Te deseo", "Te quiero", "Eres mi diosa del amor", "Sueño contigo a todas horas"; "Eres mi último pensamiento al acostarme y el primero al levantarme" y así, una tras una, palabras y dichos que usaría a lo largo de toda su vida para conquistar a todas las damas a su alcance. Un rosario de lujuria inagotable.
El muchacho profesaba una curiosidad sexual insaciable. A su corta edad había probado colar su miembro en el agujero de una higuera, en el culo de una gallina, en el sexo de su prima y ahora soñaba con penetrar a la luna, por lejos que estuviere. Y Mario se convertia en lobo y aullaba a su luna, que sería suya y de nadie más, y masturbaba su mente y su cuerpo ante el astro impasible y luminoso, que le atraía como el hierro al imán. Y la luna cada día más lejos y Mario, cada instante más perdido en su selénico e imposible amor.
Un día, su madre consiguió arrancarlo de aquella sala maldita y lo llevó al pueblo. Eran fiestas. Los aldeanos paseaban a una virgen románica y los jóvenes se miraban unos a otros, calibrando las posibilidades del cortejo. Tras la procesión, tracas e himno a España, la sinpecado era devuelta al templo y llegaba el momento de la verbena.
Sonaba el "Dos gardenias" y Mario, aguijoneado por su incontenible fiebre sexual tomó del brazo a una chica castaña, ojos avellana, pelo largo, de curvos contornos y piel reflectante. Se dió cuenta que era lo más parecido que podría encontrar a su amada luna.
Torpemente la cogió de la cintura.
Hola, ¿Cómo te llamas?--le preguntó.
Luna, dijo ella...O al menos, eso creyó escuchar Mario. A partir de esa noche y todas las noches, Mario siempre oiría lo que quería escuchar. La realidad era un inconveniente menor y superable.
2 comentarios:
Se cumplieron sus deseos. O, al menos, así lo piensa él, ¿no?
Me gusta, Lola.
Saludos.
Y los sueños son la manera más lícita y sana de conseguir en ficción todo aquéllo que la realidad nos niega.
Pero Mario seguramente despertaría y en lugar de la Luna seguramente tendría a su vera una vieja gallina clueca (Dios la tenga en su gloria) y unas hojas de higuera colgando de su miembro....
Me ha gustado.Yo una vez tuve un sueño parecido y cuando pregunté a la hermosa dama su nombre me dijo Gracia....me llamo Lola Gracia.Pero desperté y miré a mi lado, no era ella pero le di un beso
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