domingo, mayo 27, 2018

Esos matrimonios felices









Pues sí, existen. Conozco algunos y esta semana me he topado con ejemplos claros. He mirado a los interfectos a la cara (a veces era ella sin él, a veces él sin ella) y yo, divorciada y con relaciones fracasada a mis espaldas, era la que les recordaba lo afortunados  que eran.


Efectivamente, hay matrimonios felices. Incluso algunos de ellos llevan muchos, muchos años. Inma me cuenta que se tropieza a su pareja por la calle, a veces de casualidad, por el centro del pueblo.  Él la detiene y le pega un beso de impresión.  A veces, hay vecinos delante, incluso me da un poco de vergüenza, me dice. Pero no es vergüenza exactamente. Lo que le sucede a Inma, que vive en un municipio pequeño de Murcia donde todo el mundo se conoce, es que teme provocar a quienes no son tan afortunados como ellos. Llevan 20 años de matrimonio. Y cuando Inma me habla de su pareja admite sentirse querida como el primer día. Y sonríe. Y yo le digo ¡Pues qué hermosura!  ¿no?   Se le para el gesto. La sonrisa es serena y satisfecha.

Parece sencillo y lo es. También excepcional. En cuántas ocasiones nos sucede que en nuestra vida todo podría ser perfecto pero nunca encontramos esa pieza del puzzle. Y ahí andamos, desclasados, desnortados. Ni tristes ni todo lo contrario. Es imposible sentirse un bicho raro porque los matrimonios fracasados son la mayoría. Algunos incluso siguen juntos y leen esta columna. Otros, apuestan por el cambio aunque suponga soledad y desconcierto por un tiempo.

Miguel Ángel, extiende un gel mentolado por mi espalda y me habla de ella. Que ya no está. Que una enfermedad fea se la llevó pero siempre fueron felices. Hasta el último momento. Es osteópata. Esta escena nada tiene que ver con el erotismo. Casi somos familia. Lo conozco desde que era una niña. Dos años después de la muerte de su esposa todavía habla de ella con delectación. No pasaba un día que no la viese en ropa interior. Me gustaba ver lo que llevaba, me cuenta. No pasa un día que no la recuerde. A ella, a su gran corazón y su capacidad de amar. Fue la primera, la única. No sabemos si la última

Suertudo, tú, amigo. Cuántos pasarán por esta vida sin encontrar un alma tan afín. Una experiencia tan deliciosa y tan plena. Cuánta gente aguanta un día a día insoportable por el miedo, la hipoteca o los hijos.

Tomás es el más veterano de cuantos me he topado en estos días con matrimonios felices. Le falta muy poco para el 50 aniversario. Cuando le solté el consabido ¡Qué hermosura! Se quedó casi paralizado. Pues sí. Y mil veces sí, me corroboró. Sin palabras. Sólo con ese gesto tan especial. Repitiendo mis palabras. Qué hermosura en verdad.

Muchas religiones hablan de la reencarnación y quizá un matrimonio feliz es el premio a superar un aprendizaje. Es, quizá, el resultado de encontrar a la persona adecuada en el momento adecuado. El veterano me subraya. Sé que hay una cosa odiosa en mi y es que no puedo evitar dar consejos: los jóvenes de hoy tenéis demasiado presente lo que hace cada uno. Como un debe y un  haber. Y en un matrimonio eso no debería existir. La contabilidad sólo es buena para los negocios no para las relaciones largas, duraderas y felices.
Y quien los llama matrimonio, los llama parejas. Esas almas que son corazón y vida. Que gozan del sexo, ese pegamento tan importante del amor y que aceptan al otro a pesar de sus defectos.



domingo, mayo 13, 2018

El pan de la vergüenza






Los cabalistas dicen que rechazamos aquello que no nos cuesta trabajo porque en el fondo a todos nos encanta ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. O con esfuerzo. Lo gratis no se valora. De hecho, es algo de lo que doy fe. Haces cientos de cosas sin coste por colaborar y ayudar y lo que encuentro, salgo excepciones maravillosas, es una falta de respeto tremenda. No sólo eso, cuando dices poner precio a tu trabajo entonces prepárate a ser aguijoneada por los que te llamaban en momentos de apuro y a los cuales tú hacías un favor.


Imagino que la señora que trabajaba en el 112 francés y que escuchó agonizar a una pobre mujer había tenido un mal día. Quizá su marido no la felicitó por los croissants o le escuchó tirarse un pedo atronador en el baño y pensó: mira en lo que quedó el amor. Quizá le apretaba la falda primaveral del año pasado o se la acabó el agua caliente cuando se enjuagaba el pelo en la ducha. Estoy intentando aplicar el sentido moral del que hablaba Rousseau y ponerme en la piel de esa mujer que fue incapaz de atender a unamoribunda,  máxime cuando ese era su trabajo.


Si uno escucha la grabación encuentra toneladas de cinismo y descreimiento en su voz. Hasta ahí nos ha arrastrado la posverdad. Ya nada es cierto ni tangible. Quizá odiaba su trabajo porque lo había conseguido sin esfuerzo y era un pan de la vergüenza. Quizá trataba así de espantosamente mal a todo el mundo. Mientras yo trato de encontrar una justificación a lo injustificable poniéndome en su piel, ella fue incapaz de empatizar con su interlocutora: "Si ha tenido fuerzas para llamar aquí, también podrá llamar al médico".


Imagino que la sociedad del bienestar es nuestro pan de la vergüenza. Tantas cosas se dan por hechas en nuestras vidas que no las valoramos. Es una cuestión de escalones: se empieza a no valorar el café con leche por las mañanas, el olor de la lluvia, el abrazo de un amor, las risas de tu hijo y terminas por despreciar la vida humana. La vida ajena.


La operadora del 112 francés es un exponente. La punta del iceberg de una Europa que contempla como mueren ahogados en sus aguas miles de seres humanos y que mira hacia otro lado. Que olvida a sus mayores, que no honra la memoria de todos cuanto hicieron algo por nosotros. Por todos nosotros. También aquellas que lucharon por los derechos de las mujeres.


Se empieza por menospreciar todo lo que parece gratis (y que nunca lo es, créanme, siempre alguien paga por ello) y acabamos violando en grupo a una chica drogada.  Y aparecen jueces que hacen disquisiciones absurdas sobre qué es violación y qué no lo es. Y opinión pública cavernícola y caníbal que apoyan esa visión:  la mujer que va sola al matadero merece que la maten, incluso si por el camino cambia de opinión.


Si esto es el inicio de una sociedad pos apocalíptica, si vamos a vivir en unos "Cuentos de la criada" donde la cosificación del ser humano es el pan de cada día, yo me bajo.
Quizá porque tuve días tristes y noche oscura del alma valoro los días alegres. Esos que anotaba en mi diario de niña. Así no olvidaba que también me sucedían cosas buenas.

Quizá por eso tengo un instinto para encontrar lo bello en las pequeñas cosas. Por eso mi pan de cada día no es mi pan de la vergüenza.