domingo, febrero 17, 2013
Viaje
Ayer explicaba mi ex profe de marketing, Ángel López Naranjo, que las personas cuando saben que van a morir dicen tres cosas: gracias, perdón y te quiero. Claro, se me escapó una lágrima. Porque así sucedió hace pocos meses contigo. Sabías que ibas a morir. No importaban las mentiras piadosas a tu alrededor. Lo tenías claro. Hace poco le pregunté a Teresa si tuviste miedo. Y me respondió que sí.¡Lamenté tanto haberte faltado en esos últimos días!. Apenas quedaron unos mensajes. Apenas algunas noticias a través de ella. Porque enseguida entraste en aquel hospital para no salir. Y esta noche he soñado contigo.
Cada día creo más en esa otra vida porque en mi sueño estaba rodeada de espíritus antiguos. A mi me acompañaba alguien conocido, alguien que ahora no sabría decir quién es. Quizá mi abuela con aspecto joven. Sabía que era amiga. Sentados en círculo, yo junto a ella, tú junto a una señora de unos 60 años, o más. Sin poder cambiar las posiciones. Conversábamos pero tú permanecías en silencio. Como si no quisieras estar allí.
Sé cómo te incomodaban las largas comidas, los largos encuentros (pensaba para mi, está hasta los huevos pero no se atreve a decir ni media). En un momento, te levantaste, me pediste que te siguiera y hablamos un segundo a solas. Pensé que me dirías algo trascendental. Pero no. Me pedías que te comprase champú. Llevabas el pelo más largo, lucías algo más joven. No mucho más, quizá cincuenta. De pronto, incluso metida en mi sueño me preguntaba: ¿Entonces, no has muerto? Y enseguida desperté. Y tuve esa certeza. Igual que viste con claridad meridiana tu próxima muerte, ahora crees que estás de paso en ese lugar en el que te encuentras. No sabes que estás muerto. Y si lo sabes, crees que es un estado pasajero, que volverás al mundo y quieres lucir guapo.
Coqueto hasta en el más allá. Me sonrío. A lo mejor es tu cabezonería a aceptar las cosas como son. Que tienes que volver, que quedaron cientos de asuntos inconclusos. Un último disco. Un último viaje. Muchos abrazos. Quizá sea mi cabezonería. Porque no tolero que faltes, que me faltes, porque eras mi amigo y te contaba casi todo. Y ahora ese casi todo me lo callo, me lo quedo. Las pequeñas cosas, los chistes sobre lo cotidiano que sólo entendías tú se quedan en mi cabeza, dan vueltas como una lavadora de eterno centrifugado. A mi alrededor no me entienden. No me comprenden. O no toleran que fueses tan esencial. Pero así fue. Así es.
El dolor varía. Ahora, con tanta actividad, tu ausencia es un pinchazo. Un acerico largo, afilado, certero. Antes estabas, ya no. Un pensamiento naif (te gustaba esta palabra). En esta foto mía con Ana María Matute, tú todavía vivías. Acabábamos de hablar. Probablemente, de cualquier tontería. "Te tengo que dejar"--te decía--"Pues yo no pienso", me contestabas. Qué puñetero eras a veces y qué entrañable siempre.
Soy menos que nada en esta inmensa existencia. Un huella microscópica en el mapa del mundo, un montón de átomos dispersos, absurdos, intrascendentes. Quizá me mandaste a por champú para que me largara de allí, de ese lugar algo oscuro, de ese espacio de paso en el que te encuentras.
Quizá viví la madurez antes de tiempo, a través tuyo. Quizá es uno de esos modos tuyos de pedir "perdón" (palabra que no entraba en tu vocabulario); quizá me decías: márchate, este no es sitio para ti. O quizá sea verdad que estás tan confuso como yo muchos días, en los que me lanzo como una idiota a marcar tu número para contarte alguna tontería; ese espacio lúdico, de puro juego, de puro divertimento que compartíamos y que hacía mi vida más rica y hace que hoy sea más pobre. Esos días en los que mi cabeza se niega a soltar esos números que me sé de memoria y que ya no enlazan contigo.
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