jueves, junio 15, 2006

EL LECHO


Algunos se lamentan de no poder dedicarle más tiempo a la almohada y otros se maldicen de pasarse las 24 horas enganchados a ella. El lecho, como reposo de las interminables jornadas de trabajo, gimnasio, ordenadores, compras y niños, se nos antoja limitado, casi cicatero. El lecho, como residencia permanente de aquellos que convalecen de una enfermedad, es la terrible cárcel blanca, la antesala del féretro o el preludio de una nueva vida para los más esperanzados.
Hay lechos de espinos. Las camas vacías 4x4 de los recién divorciados, de los viudos, de los que no hallan el amor por más que lo buscan con desesperación.
Hay lechos que semejan la orilla de una playa en agosto.
El durmiente no se halla sólo ni mucho menos, ni tan siquiera acompañado por el cónyuge. En ocasiones, cohabitan en la misma cama otros nombres, perfumes ajenos incluso; facturas, tareas pendientes, el hijo que no llega de la salida nocturna, el amigo que no vemos hace años, la novia de la adolescencia con calcetines blancos, las frustraciones, los deseos incumplidos y el eterno fantasma del fracaso.
Y, por supuesto, aunque sea por breves fracciones de segundo, en la eternidad de toda una vida, hay lechos de amor inmenso. Los amantes que se miran ensimismados, uno dentro del otro, con la eternidad instalada en sus pupilas. La madre que amamanta al niño con el futuro entre sus brazos, con la sangre compartida y la leche que los alimenta a ambos. Los ancianos que se cogen de la mano dispuestos a lanzarse al vacío del más allá. Sin miedo. Absortos en sus vidas, ya pasadas.
Y el lecho del que sueña con un mundo mejor, desinteresadamente, porque ama la vida y a sus semejantes.
Los hay que comparten el lecho con innumerables ritos; Todavía existen aquellos que duermen con el jarro de orinar bajo el sumier o con la candela encendida toda la noche debido a terrores nocturnos no superados. Algunos se acompañan siempre de un libro que acaba revuelto entre las sábanas, o de una tisana que hace más dulce el descanso. Los hay que se rodean de tapones para los oídos, férula para los dientes y redecilla para el pelo y muchos otros se deslizan en el sobre como Dios los trajo al mundo.
Hay lechos de todos los tamaños y colores; Los de las Geishas las obligaban a dormir con la cabeza al aire, sujeta por la nuca en un estribo, para mantener los elaborados peinados.
Pero nuestro lecho, el suyo y el mío, siempre es cambiante. Sin quererlo, casi parte de nuestra piel. Ya sea en la residencia habitual o durmiendo en Pekín, el lecho va enganchado a nuestro destino desde que vinimos al mundo.

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