Sí que estamos desesperadas, sí. Las mujeres de hoy, modelos televisivos aparte, vivimos bajo una presión continua, como los buzos. Si usted es hombre, pregúntele a su esposa, a su compañera de trabajo, a la vieja amiga de la pandilla. Si alguien pudiese echar un vistazo a nuestras cabezas se toparía con un rebolú de cosméticos, estampados de verano, pieles relucientes, brillantes currículums y hogares perfectos “ambipur”.
La sociedad nos pide, nos exige, que lo demos todo, que andemos veinticuatro horas con la pestaña puesta y el colorete en su sitio y, por supuesto, que seamos las eficaces profesionales que pregonamos.
Luego está el capítulo de la maternidad. El “Dar mucho pedir poco”. Y cuando nos salimos de ese eslogan publicitario, tan cursi como hostigante, entonces las matronas antepasadas se nos avalanzan con los colmillos en ristre. ¡Hay qué ver qué egoístas somos, cuando ellas han aguantado carros y carretas!. Y es cierto. Nuestras madres nos criaron, casi siempre solas y en muchos casos también contribuyeron al sustento económico. Y hoy la sociedad de esta España madrastra nos invita con una sonrisa de hielo a perpetuar esa cautividad insana. Y la que se quiere salir de ese cesto es señalada en algunos casos (casi siempre dentro de la propia familia) como una manzana podrida.
Hoy las mujeres tienen dos opciones: renunciar por completo a los hijos como único modo de realizarse en el mundo laboral o entregarse con ilusión al puzzle imposible de llevarlo todo para adelante. Porque, es cierto...es imposible al 100%. La madre trabajadora vive condenada a dejarse todo a medias. En ocasiones, sus mayores ilusiones de vida. Y que no se nos ocurra quejarnos en voz alta (“Dar mucho, pedir poco, protestar menos”).
Luego están ellos: los hombres, los cónyuges. Los hay maravillosos que comparten al 50% las tareas y el día a día de un hogar, y otros, cuyo refugio y hábitat natural es el sofá con el mando de la tele. Los últimos son candidatos a la eterna soltería y a la melancolía del inerme. “Nada quiero, nada hago, yo solito me valgo”.
Convivir con un mando-adicto en casa sí que es para desesperarse. No hace falta irse a Wisteria Lane.
La presión que ejerce la sociedad sobre las mujeres es tal, que no me extraña que muchas anden a la fuga, algunas decidan lanzarse a la aventura de la soledad pasados los 40, y otras vivamos debatiéndonos entre el complejo de culpa y el rechazo al conformismo (“Dar mucho, pedir poco”). Y encima, nos sobran los ánimos para irnos al gimnasio, ponernos la crema reafirmante, el contorno de ojos y el sérum antes de meternos en el sobre. Agotadas sí, pero orgullosas y algo desesperadas.
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