Un niño, su abuela y su madre corretean por las exiguas sendas de la huerta. Madre e hija recuerdan tiempos pasados. No necesariamente mejores, salvo porque todavía estaban entre nosotros Pepe "el gordo" y la abuela Micaela. Aunque ya no corre el agua por las acequias aún persisten rincones agrestes de un pasado no tan lejano y rural. Las moles de piedra que se levantan inmisericordemente frente a la montaña, deformando el paisaje, casi tapando El relojero, son un atentado brutal a la tarde fresca, tras dos días de lluvia en una huerta que se resiste a desaparecer.
Las risas se mezclan con historias que cuenta la abuelita Mª Carmen de vecinas que ponían inyecciones, de tardes de lluvia cogiendo caracoles. La madre, todavía imagina a la tía Paca pelando patatas en un rincón, arrancando ensalá para hacer la cena. Ni mejor, ni peor que hoy, pero qué duda cabe que esa infancia, con esos olores de azahar, veranos de higuera, chocolate para el desayuno, frescor de morera, campos de agrillo silvestre y gallos correteando libres por el camino, ya no volverán.
Un señor compró por cuatro duros el terreno donde vivían mis abuelos. Cortó las higueras, cortó todos los árboles, se llevó la tina, las tinajas y encima cerró las sendas por donde pasaban todos los huertanos antiguamente. Ha levantado cuatro casas que alquila y ha restaurado parte del huerto pero librándose de los nispereros, los ciruelos, el árbol de los caquis. Pues no me gusta su reforma, caballero. Le sacará mucho dinero, pero se ha cargado el rincón más encantador de San José de la Vega. Y me da igual que nos regale naranjas de las que plantó mi abuelo, tan dulces no conozco otras, no me gusta lo que ha hecho con esto. No me gusta que mis tías se empeñasen en vender aquel pedazo de tierra y no me gusta que mi madre, la abuelita Mª Carmen, no tuviese los arrestos necesarios en su momento para negarse a vender.