domingo, marzo 16, 2014

El deseo y su laberinto


Dicen que Freud se torturaba en su lecho de muerte preguntándose por el deseo femenino "¿Pero qué anhelan las mujeres?". Tras esa pregunta sin respuesta, murió.  Como escribía el otro día la genial twittera @arcitecta "si no me entiendo ni yo, me vas a entender tú, que encima eres tonto".

 El deseo es algo muy complejo. Es un fractal de interminables ramificaciones . Leyendo a Nabokov descubres que a él le obsesionaba la pubertad porque un gran amor le dejó herido para el resto de sus días. Pero el deseo cambia. ¿Cuántas veces encuadras a determinado tipo de hombre en ese arquetipo de lo deseable y de pronto aparece ante ti lo inesperado y te sorprende? Entonces tus anhelos se transforman. El arquetipo se desdibuja.

Por ejemplo, siempre me han fascinado las personas con un talento especial: para cocinar, para prosperar, para escribir pero sobre todo para hacer música. Yo nunca envidié el pene, envidié al que supo crear música dibujando notas en un pentagrama. Mis primeros recuerdos sentimentales, mi primera figura paterna, no fue mi padre (que siempre estaba metido en sus fogones) fue mi tio Antoñín que me descubrió a Morricone, a Leonard Bernstein. Los domingos por las mañanas tocaba sesión de tocadiscos. Mi tio murió trágicamente en un accidente cuando yo apenas tenía cinco años (cuentan que andaba triste por una ruptura amorosa). Ahí empezó mi relación con la muerte. Todos tenemos una. Y el deseo siempre está vinculado a nuestra experiencia de la muerte. Los griegos acuñaron el eterno eros y tánatos. Y por eso, deseé al primer novio que cantaba como Josep Carreras y viajaba en Vespa, como mi tío, con el que no tenía nada en común. 
A partir de ahí, el deseo se fue desdibujando pero siempre lo vinculo con la ausencia y la muerte. Es terrible, lo sé. Porque el deseo se multiplica exponencialmente en función de lo efímero, de lo precario. El deseo se esconde tras una vitrina de Tiffany's, en un fotograma de La ley del silencio, en la imagen de alguien que nos hace tilín en las redes sociales y al que, probablemente, nunca conoceremos.

Alguien me confesó hace poco que le gustaba aquello de sentir asfixia en el momento del coito. Esa sensación cercana a la muerte y al éxtasis. Aquí lo tenemos otra vez. El abismo que nos libera. La petite morte que nos deja suspendidos en el espacio-tiempo por unos segundos: sin las presiones de la vida diaria, sin las metas que ansiamos, sin la tortura de lo que debemos y el trabajo que nos resta por hacer en este mundo para dejar algo sembrado en los demás, en nuestros hijos, en nuestro entorno. La muerte y el deseo son la misma liberación.

Los griegos lo tenían muy claro. Incluso, en ocasiones, el deseo nos guía. Es el puro instinto que sabe más de nosotros que nosotros mismos. Cuantas relaciones han empezado en la cama, como una tontería, un desfogue, un morbo perseguido y han acabado en esa tórrida historia de amor que nos espanta --porque el amor siempre da miedo-- y que nos vinculará a esa persona por el resto de nuestros días. Incluso cuando esa persona ya no está. El deseo ha dejado esa cicatriz de la muerte, la memoria del instinto en el mapa de nuestra piel. Que ya nunca más será la misma piel a partir de ese momento.


Por supuesto, esto no ocurrirá siempre, nos volveríamos locos. Pero quizá esta mínima reflexión nos muestre un atisbo apenas del misterio que se esconde tras el deseo. Ese intrincado laberinto --personalísimo--de suspiros, caricias, placer y dolor.




3 comentarios:

Carmen Toledo dijo...

El deseo es una energía muy fuerte y potente. Si somos conscientes de nuestro deseo, estaremos más cerca de cumplirlo y de disfrutarlo.
Muchas gracias, Lola Gracia.

Anónimo dijo...

M

Bárbara dijo...

Grande Lola