Esta otra habilidad, y el hecho de que el niño estuviese dotado de una gran capacidad para la lengua y la ortografía muy precozmente, hizo que fuese requerido en las reuniones de la comunidad, donde obraba de amanuense. Los estipendios los recogía Sora, que atesoraba con satisfacción para el futuro del muchacho.
La aparición de Vincent como secretario de los importantes cónclaves de la comunidad propició que todos se guardasen de hablar con propiedad, de prometer tan sólo lo que se pudiese cumplir y utilizar toda clase de formalidades lingüísticas, para pasar a la posteridad como buenos oradores.
Todos ellos eran conscientes de que Vincent funcionaba como una auténtica máquina y nada escaparía de su hábil y rápida pluma.
El niño de las extrañas habilidades cambió con su “don” el estilo de las reuniones, donde se acabaron los gritos, las discusiones en espiral que no llegaban a ningún sitio y las disertaciones fuera de lugar, puesto que el infante cobraba por horas y no estaban las arcas para dilapidar los fondos en debates vacíos.
Con el tiempo, Vincent, aprendió a controlar sus brazos y manos, aprovechando su energía para cuando ésta fuese realmente necesaria: para sus tareas en el colegio, su oficio como escribano y como artista decorador de los muebles que hacía su padre.
Llegó la adolescencia y Vincent recuperó sus ahorros de muchos años para emplearlos en ver mundos. Así se lo explicó a su familia: “Quiero ver mundos”, consciente de que Tokin era en sí mismo un planeta, un lugar único y sus habitantes seres peculiares, diferentes incluso del poblado más cercano de los Savones.
En aquellos momentos era un joven hermoso, alto, de ojos claros, expresión vivaracha y sonrisa despampanante. Con ese optimismo en su corazón, tomó el viejo vapor y tras mil transbordos, trenes con rutas equivocadas, algunas acertadas y la gran confusión del viajero inexperto llegó finalmente a Victoria Station. Un lugar que provocó en el joven una gran impresión. Los techos infinitos, la multitud corriendo de un lado a otro, la variedad de viandantes... desde señoras de la alta sociedad con sombrerería de plumajes extravagantes, acompañadas de varios mozos que arrastraban equipajes y maletas confeccionadas con pieles nobles de aroma aristocrático, hasta desarrapados, tirados en una esquina amarrados a una botella de whisky barato.
Vincent pintó durante toda su trayectoria pero apenas le quedaba una hora para poder controlar ese brazo hiperactivo que amenazaba con ponerse en frenético movimiento. Decidió sacar sus cuartillas en aquel lugar de actividad incesante. Un auténtico filón de siluetas y formas variadas para emplear sus antebrazos y pinceles.
De aquel lugar dejó estampado el gran reloj que avisaba de la partida de los trenes, la podredumbre en los suelos y la forma de la cúpula que cubría un espacio por donde circulaban también caballeros con bombín y pilluelos que correteaban por el recinto, hurtando pequeñas golosinas de los kioskos que ofrecían frutas, caramelos y bocadillos a los viajeros.
Uno de ellos no pudo evitar fijarse en la industrial actividad de Vincent. Lo miraba desde una esquina sin parar de murmurar palabras en voz baja. Cuando vio que el joven hacía un descanso decidió acercarse.
En ese momento Vincent leía en el periódico que un niño de 4 años—Djambulat Khotokhov, con 56 kilos de peso y 1,18 de altura— había ganado un concurso de lucha grecorromana.
Terrys se presentó espontáneamente. Le contó que procedía de Arkansas y que tenía un hijo de 19 años, Amber, que le recordaba mucho a él. Wallys encontró tan buen auditorio en el joven Vincent—que en realidad se sentía sorprendido, casi abrumado por la charla interminable y veloz del americano—
que acabó por contarle su propia historia: Wallys había permanecido en coma casi 10 años. Terry no utilizó en realidad un término tan científico, simplemente le soltó con su acento tejano: “¿Sabes muchacho?. Éste que tienes aquí delante ha regresado de la muerte. Así, como lo oyes. Por tanto, somos los dos un poco bichos raros: tú no puedes parar de pintar y yo apenas puedo dejar de hablar ni un solo instante, ni tan siquiera cuando duermo. Mi esposa se volvió loca a los tres meses de tenerme en casa. Mi hijo Amber se sentía avergonzado de mí y ya no me quedó más remedio que unirme a una compañía ambulante de fenómenos extraños. Ya sabes, muchacho; gente rara: siameses, mujeres barbudas, hombres con más de diez dedos en los pies o enanos saltimbanquis. No me puedo quejar, me he divertido bastante todo este tiempo pero quisiera establecerme. Quizá me convierta en comerciante. He aprendido esas técnicas que utilizan muchos para captar el interés de los humanos. Muchacho, éste que tienes delante fue capaz de meterse en el bolsillo al mismísimo Rockefeller. Así que....sólo me queda decirte esto último: ¿Por qué no me dejas esos lienzos tuyos tan singulares y ganamos entre ambos unas buenas libras?.”
No le pareció mala idea, y le dio todo su trabajo de la estación. Quedaron para verse una semana después en el mismo sitio y a la misma hora.
Vincent consiguió alojamiento cerca de Greenwich en una casa de huéspedes donde la limpieza brillaba por su ausencia. La comida tampoco era buena, acostumbrado como estaba a los sabrosos guisos de su madre confeccionados con los productos frescos de sus huertos y las carnes de la granja. Pronto se habituó sin dramatismos a los “fish and chips” y al tren, que cada día tomaba desde su residencia para recorrer la ciudad en busca de quienes se interesasen por sus pinturas.
En un principio, no tuvo un gran éxito pero una empresa de textiles lo contrató para diseñar estampados. El dueño quedó anonadado por la rapidez e inventiva de Vincent. Pronto los lacayos de las casas señoriales encargaban telas a aquella cochambrosa tienda del Covent Garden. En tan sólo dos meses el mercader había duplicado sus beneficios y como Vincent detectó cierta avaricia en el viejo, reacio a compartir su buena fortuna con el auténtico promotor de la misma, aceptó otro empleo en una fábrica que trabajaba exclusivamente para las casas reales de toda Europa, por lo que no es extraño encontrar, todavía hoy día, ricas cortinas y brocados, diseñados por el joven de las manos imparables.
Mientras tanto, se seguía viendo con Terry cada semana, quien le pasaba unas buenas libras por sus trabajos. Vincent le entregaba material espontáneo Terry le proponía además retratos por encargo u otro tipo de paisajes e imágenes. Vincent no tuvo inconveniente y, de pronto, sintió que su personalidad se convertía en un armario divido en dos. Por un lado los textiles ricos para la gente de la aristocracia, por otro, su actividad como genio vanguardista de la pintura.
Terry resultó en realidad ser el mejor vendedor que podía imaginarse, tanto, que la actividad más lúdica de Vincent se convirtió en la más lucrativa. Un día brumoso, justo cuando se encontraba frente a la Torre de Londres y le pareció ver el fantasma de Anna Bolena haciéndole carantoñas desde una ventana, decidió dedicarse por completo a su tarea de artista.
La aparición de Vincent como secretario de los importantes cónclaves de la comunidad propició que todos se guardasen de hablar con propiedad, de prometer tan sólo lo que se pudiese cumplir y utilizar toda clase de formalidades lingüísticas, para pasar a la posteridad como buenos oradores.
Todos ellos eran conscientes de que Vincent funcionaba como una auténtica máquina y nada escaparía de su hábil y rápida pluma.
El niño de las extrañas habilidades cambió con su “don” el estilo de las reuniones, donde se acabaron los gritos, las discusiones en espiral que no llegaban a ningún sitio y las disertaciones fuera de lugar, puesto que el infante cobraba por horas y no estaban las arcas para dilapidar los fondos en debates vacíos.
Con el tiempo, Vincent, aprendió a controlar sus brazos y manos, aprovechando su energía para cuando ésta fuese realmente necesaria: para sus tareas en el colegio, su oficio como escribano y como artista decorador de los muebles que hacía su padre.
Llegó la adolescencia y Vincent recuperó sus ahorros de muchos años para emplearlos en ver mundos. Así se lo explicó a su familia: “Quiero ver mundos”, consciente de que Tokin era en sí mismo un planeta, un lugar único y sus habitantes seres peculiares, diferentes incluso del poblado más cercano de los Savones.
En aquellos momentos era un joven hermoso, alto, de ojos claros, expresión vivaracha y sonrisa despampanante. Con ese optimismo en su corazón, tomó el viejo vapor y tras mil transbordos, trenes con rutas equivocadas, algunas acertadas y la gran confusión del viajero inexperto llegó finalmente a Victoria Station. Un lugar que provocó en el joven una gran impresión. Los techos infinitos, la multitud corriendo de un lado a otro, la variedad de viandantes... desde señoras de la alta sociedad con sombrerería de plumajes extravagantes, acompañadas de varios mozos que arrastraban equipajes y maletas confeccionadas con pieles nobles de aroma aristocrático, hasta desarrapados, tirados en una esquina amarrados a una botella de whisky barato.
Vincent pintó durante toda su trayectoria pero apenas le quedaba una hora para poder controlar ese brazo hiperactivo que amenazaba con ponerse en frenético movimiento. Decidió sacar sus cuartillas en aquel lugar de actividad incesante. Un auténtico filón de siluetas y formas variadas para emplear sus antebrazos y pinceles.
De aquel lugar dejó estampado el gran reloj que avisaba de la partida de los trenes, la podredumbre en los suelos y la forma de la cúpula que cubría un espacio por donde circulaban también caballeros con bombín y pilluelos que correteaban por el recinto, hurtando pequeñas golosinas de los kioskos que ofrecían frutas, caramelos y bocadillos a los viajeros.
Uno de ellos no pudo evitar fijarse en la industrial actividad de Vincent. Lo miraba desde una esquina sin parar de murmurar palabras en voz baja. Cuando vio que el joven hacía un descanso decidió acercarse.
En ese momento Vincent leía en el periódico que un niño de 4 años—Djambulat Khotokhov, con 56 kilos de peso y 1,18 de altura— había ganado un concurso de lucha grecorromana.
Terrys se presentó espontáneamente. Le contó que procedía de Arkansas y que tenía un hijo de 19 años, Amber, que le recordaba mucho a él. Wallys encontró tan buen auditorio en el joven Vincent—que en realidad se sentía sorprendido, casi abrumado por la charla interminable y veloz del americano—
que acabó por contarle su propia historia: Wallys había permanecido en coma casi 10 años. Terry no utilizó en realidad un término tan científico, simplemente le soltó con su acento tejano: “¿Sabes muchacho?. Éste que tienes aquí delante ha regresado de la muerte. Así, como lo oyes. Por tanto, somos los dos un poco bichos raros: tú no puedes parar de pintar y yo apenas puedo dejar de hablar ni un solo instante, ni tan siquiera cuando duermo. Mi esposa se volvió loca a los tres meses de tenerme en casa. Mi hijo Amber se sentía avergonzado de mí y ya no me quedó más remedio que unirme a una compañía ambulante de fenómenos extraños. Ya sabes, muchacho; gente rara: siameses, mujeres barbudas, hombres con más de diez dedos en los pies o enanos saltimbanquis. No me puedo quejar, me he divertido bastante todo este tiempo pero quisiera establecerme. Quizá me convierta en comerciante. He aprendido esas técnicas que utilizan muchos para captar el interés de los humanos. Muchacho, éste que tienes delante fue capaz de meterse en el bolsillo al mismísimo Rockefeller. Así que....sólo me queda decirte esto último: ¿Por qué no me dejas esos lienzos tuyos tan singulares y ganamos entre ambos unas buenas libras?.”
No le pareció mala idea, y le dio todo su trabajo de la estación. Quedaron para verse una semana después en el mismo sitio y a la misma hora.
Vincent consiguió alojamiento cerca de Greenwich en una casa de huéspedes donde la limpieza brillaba por su ausencia. La comida tampoco era buena, acostumbrado como estaba a los sabrosos guisos de su madre confeccionados con los productos frescos de sus huertos y las carnes de la granja. Pronto se habituó sin dramatismos a los “fish and chips” y al tren, que cada día tomaba desde su residencia para recorrer la ciudad en busca de quienes se interesasen por sus pinturas.
En un principio, no tuvo un gran éxito pero una empresa de textiles lo contrató para diseñar estampados. El dueño quedó anonadado por la rapidez e inventiva de Vincent. Pronto los lacayos de las casas señoriales encargaban telas a aquella cochambrosa tienda del Covent Garden. En tan sólo dos meses el mercader había duplicado sus beneficios y como Vincent detectó cierta avaricia en el viejo, reacio a compartir su buena fortuna con el auténtico promotor de la misma, aceptó otro empleo en una fábrica que trabajaba exclusivamente para las casas reales de toda Europa, por lo que no es extraño encontrar, todavía hoy día, ricas cortinas y brocados, diseñados por el joven de las manos imparables.
Mientras tanto, se seguía viendo con Terry cada semana, quien le pasaba unas buenas libras por sus trabajos. Vincent le entregaba material espontáneo Terry le proponía además retratos por encargo u otro tipo de paisajes e imágenes. Vincent no tuvo inconveniente y, de pronto, sintió que su personalidad se convertía en un armario divido en dos. Por un lado los textiles ricos para la gente de la aristocracia, por otro, su actividad como genio vanguardista de la pintura.
Terry resultó en realidad ser el mejor vendedor que podía imaginarse, tanto, que la actividad más lúdica de Vincent se convirtió en la más lucrativa. Un día brumoso, justo cuando se encontraba frente a la Torre de Londres y le pareció ver el fantasma de Anna Bolena haciéndole carantoñas desde una ventana, decidió dedicarse por completo a su tarea de artista.
2 comentarios:
Me desbordas Lola. No me imaginaba que caminaras por el mundo literario con tanta soltura y profesionalidad. Por lo que percibo no te cuesta nada hacer lo que haces, te sale con tanta facilidad que me das miedo.
Mauro, made in Canary Island
Gracias Mauro. Espero aterrar a muchos lectores...Pero de momento nadie parece creer en mi...Bueno, al menos tengo el blog para colgar los relatos.
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