Vivimos en el tiempo del exhibicionismo. Nos empeñamos en que la humanidad conozca nuestros gustos, costumbres, conductas. O mejor dicho, se empeñan desde algunas redes sociales, que insisten en preguntarnos ¿Qué estás pensando? (qué indiscretos, la virgen) y en que clickemos un "me gusta" a cada nuevo post. Han creado una necesidad inédita de mostrarnos continuamente al universo ¿El resultado? Es pronto para tasar los efectos pero ahí estamos todos: exhibicionistas y voyeurs, desparramados en el mundo virtual.
El exhibicionismo como parafilia sexual ha existido siempre. Mostrar la desnudez es cosa de niños, es otro elemento más del "caca, pedo, culo, pis", que les hace tanta gracia. Un exhibicionista es un adulto sexualmente inmaduro y con problemas de adaptación y aceptación. Vamos, que nos enseña la mercancía para que lo queramos porque no sabe relacionarse de otro modo. Los hay que enseñan sólo el culo pero lo hacen para protestar (se le denomina mooning); en este subgrupo humano algunos se decantan por el streaking (correr en eventos deportivos como su madre los trajo al mundo). Otras hacen el anasyrma, o sea, se levantan las faldas para mostrar diferentes partes del cuerpo, véase la Venus Calipigia. El candaulista obtiene placer de mostrarse a sí mismo y a su pareja, desnudos, frente a los demás, y el cancaneo, no significa menear el cancán precisamente, sino desfogarse donde uno pilla, sobre todo en parques. A esto también se le denomina dogging. Total, que entre los que muestran sus partes pudendas y los que mostramos otras cosas -- desde fotos a opiniones, desde recetas hasta nuestro planning del día-- el número de exhibicionistas es tal que podríamos fundar un club o la república independiente del "mírame y no me toques, pero mírame" (buscad la canción de Serrat, parecía premonitoria).
Vivir de cara a la galería puede resultar muy moderno pero no lo es. Los artistas lo hicieron siempre, desde Altamira a Da Vinci. Los artistas, por ego o porque no lo pueden remediar, dejan parte su esencia en este mundo. Muestran su yo más íntimo en forma de cúpula o sonata. Y no os engañéis, hasta los más pudorosos; hasta los que parecen retratar un mundo completamente ajeno a ellos abonan la faz de la tierra con su ADN; sus sueños, sus fantasmas, sus obsesiones, sus manías, sus amores, sus filias y sus fobias. En cada reglón, en cada escultura; esos Adonis que retrataba Miguel Ángel, poseso de la belleza masculina; O en cada pintura: Dalí y su Gala impenetrable y algo dominatrix; Sorolla y su Mediterráneo, Goya y su maja, Velázquez y su Venus del espejo.
Hubo una pareja descarada cuyo exhibicionismo ha escrito algunas de las páginas más apasionantes de la Literatura. Me refiero a Anais Nin y a Henry Miller. Por separado: ella con sus diarios, él con sus libros disparatados de sexo y demonios. Juntos y ardientes en la entelequia de las palabras. Sirva como ejemplo esta declaración amorosa de Miller: "Quiero verte reir siempre. Te lo mereces (...) cuando pienso cómo te aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve. Ayer pensé en ti, en cómo ciñes las piernas en torno a mí, de pie, en cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer".
Voyeurs y exhibicionistas virtuales de la red: aspiremos, al menos, a un poco de esta belleza. Si nos empeñamos en mostramos al mundo, hagamos que nuestra estela merezca la pena.
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