domingo, junio 16, 2013

Los amores castrados. Los que no fueron.









Todos tenemos alguna historia similar. Esa que no acaba en nada, esa que sólo es real en nuestra mente. Cuando soñamos.  Lejos de los reproches, del desgaste de la cotidianidad, de las malas caras y las ojeras mañaneras. Del mal aliento. Un affaire ideal que ganará por goleada a las otras aventuras, a las pedestres.  A las que llegan con el impulso de lo primario, con su efervescencia pero también con sus inevitables desilusiones ¿Quién no ha sentido una punzada en su estómago al recordar unos ojos? ¿Esos ojos en los que uno se miraba tanto y que  decían sin palabras mucho más de lo que el verbo pueda expresar?. 

Es un limbo de amores posibles. De emociones y energías que se quedarán por siempre atrapadas en un halo de insatisfacción, de suspiros furtivos.  Son amores de nombres, de frases grabadas a fuego en nuestra mente. De momentos, incluso de canciones que flotan en el aire pero que jamás se materializarán. Acaso un  beso. Una mano en la rodilla. Una caricia en el pelo. Un piropo dicho al oído. Con la boca muy pequeña.


A veces ese amor ideal era nuestro mejor amigo y el terror se apoderaba de nosotros. Prefieres que sea tu amigo a que no sea nada, absolutamente nada. A que considere traicionada su confianza si le confiesas que detrás de cada palmadita en la espalda, de cada guiño cómplice, lo que existía en verdad era un deseo furibundo. Una curiosidad eterna por conocerle en la intimidad. Cómo serían sus jadeos o el estertor de su placer. Conocerle en esa zona donde todos somos vulnerables. A menos de un palmo de su distancia de seguridad.


Qué contradicción ¿verdad? El empuje de los instintos es poderoso, apabullante pero también destructivo. Hace añicos las imágenes del amor atrapado en nuestra cabeza, en las secuencias que dibujamos antes de irnos a dormir: ambos en una isla, como Deborah Kerr y Burt Lancaster; o paseando bajo un paraguas por los adoquines del viejo París. En Nueva York, revisando los anaqueles de la biblioteca pública. O, simplemente, juntos en un lecho de sábanas blancas, en una piscina inmensa, en una cabaña aislada del mundo. O la postal de ambos con las manos unidas sobre una mesa y dos martinis  en alguna terraza de Santorini. El mar, al fondo. ¡Ah, las imágenes!.


Cuántas veces ese flechazo llega en un momento y situación inapropiados. Sabes que existe, que algo hay.  Es imposible eludir la electricidad, la magia de algunas situaciones pero, ah, no puede ser. Todo se complicaría sobremanera. Y sucede eso que conocemos tan bien. Ese silencio de "tú sientes lo mismo que yo pero aquí nadie dice nada". Y pasa de largo. Y ya nunca volverá a darse en el mismo modo

Poco a poco, la vida nos convierte en piedras. Cada vez que dejamos pasar un posible amor se nos acumula una capa de tristeza e impotencia. La piel dura, no es aquella metáfora de Truffaut. Es un manto de epidermis muerta. La necrosis de los impulsos que acallamos con un manotazo castrador y desdichado ¿A dónde van los besos que no damos? se preguntaba Víctor Manuel. Yo sé dónde. Alimentan a unos súcubos que viven de nuestro desdén. Algunos son gordos como camiones. Por eso hay mañanas en las que nos cuesta tanto caminar.

2 comentarios:

Landahlauts dijo...

Hundido.

carlospordios dijo...

Alimentan en ocasiones, un recuerdo, y parece que ese beso que no das, te vuelve y lo sientes como la punzada en el estomago.