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Casi te caes en la piscina comunitaria. Te recibí con una camiseta y unas bragas a juego en tonos grises que contrastaban con mi cuerpo bronceado. Al abrir la puerta estabas ahí, sudoroso y feliz. Me besaste en la alfombra de "Bienvenido", en el recibidor, en la cocina, me tomaste y dijiste que me querías hacer el amor así, contra la pared, a horcajadas. Aguantamos como 30 segundos. Nos derrumbamos muertos de risa. Peso mucho. No qué va, es que soy un flojeras.
Te llevé al baño y te sequé el sudor amorosamente con un tissue. Sentado en aquel taburete me mirabas desde abajo y dijiste: merece la pena. Los nervios, los inventos, todo lo que hay que poner en marcha para vernos.
—Lo sé. Yo siento igual. Mira; puse tu mano sobre mi corazón. Saltaba por encima de la camiseta. "Escucha": y pegaste tu cabeza a mi pecho. Bajamos las persianas, subimos la velocidad del ventilador y mientras trajinaba con la cama agarraste mi brazo y lo besaste hasta los hombros y luego el cuello y luego el pecho. Me quitaste la camiseta, tú ya no llevabas la tuya y fabricamos un hombre de Vitruvio con nuestros cuerpos.
Subida en mis tacones casi te alcanzaba y agarramos nuestras manos con fuerza. Me diste la vuelta. Comenzaste a decir mi nombre al oído y a besarme por toda la espalda hasta las caderas, me tiraste al colchón. Desconté segundos, desconté tristeza, desconté la ausencia de tu ausencia. Sí, merece la pena, susurré.
Y tras esa moviola previa volvíamos al frenesí de nuestros encuentros. Al perfecto engranaje de nuestros cuerpos, construidos por alguien más grande que nosotros, hechos el uno para el otro. Y como en las películas románticas, llegamos al clímax a la vez. Dios quiere esto, quiere vernos felices, te dije. —Esto es el paraíso —Concluiste—Mi paraíso
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